Isaac echaba de menos que su
madre fuese a buscarle al colegio. Echaba de menos contarle historias camino a
casa agarrado de su mano. Pero hacía ya tiempo que su madre no se levantaba, e Isaac
tenía miedo. Miedo de causar cualquier cosa que hiciese que empeorase. En su
mundo diminuto, imaginaba que la mínima acción podía perjudicar. Tenía pánico a
perturbar su sueño… a rozarla con su mano y despertarla. La enfermedad era un
monstruo que había invadido la casa, silenciosa y hueca, como si un extraño y
desagradable individuo se hubiese instalado a vivir con ellos para hacerles la
vida imposible, amargando cada momento.
Su padre llegó en silencio -como acostumbraba-,
con el semblante serio y la cabeza gacha. No era necesario hablar.
Cuando llegó a casa, como
siempre, se preparó la merienda. No llegaba a los estantes más altos, pero el
taburete de la cocina era ya parte de sus piernas. Luego limpió la mesa, se
dirigió al pasillo y entró en silencio en la habitación en penumbra. Pensaba
contarle en susurros como le había ido en el colegio, aunque mintiese un
poquito sobre la pelea con Jorge para no disgustarla. Pero hoy solamente se quedó
allí de pie, observando la silueta que se dibujaba sobre la cama y su
respiración acompasada. A menudo verla dormir le hacía feliz. Simplemente eso.
Luego se sorbió la nariz y salió, cerrando cuidadosamente la puerta.
Al día siguiente nadie fue a
buscarle, y empezaba a preocuparse. Uno a uno sus compañeros fueron marchándose
de la mano de sus padres y se quedó solo en la gran verja negra. Tras un rato
que se le hizo interminable, apareció Ana. Isaac no sabía si Ana era realmente
una tía suya o solamente una amiga de la familia; solo que la conocía desde
siempre, y que una sonrisa permanente flotaba en su cara. Además solía darle
chuches a escondidas de sus padres para evitar que le regañaran. Ana hoy no
sonreía. Tenía los ojos rojos y apretaba un pañuelo entre las manos. Por más
que Isaac preguntó durante el trayecto a casa de Ana, no obtuvo respuesta. Solo
evasivas que además no entendía, con palabras incomprensibles… ¿Por qué nadie
le explicaba nada?
Aquella tarde simuló estar viendo
la televisión tumbado tranquilamente en el suelo, aunque su oído estaba
pendiente de cada movimiento. Y cuando escuchó que Ana se encerró en el
dormitorio a hablar por teléfono, cogió el abrigo y la mochila y salió en
silencio.
Una gran ciudad no es el mejor
lugar para un niño que decide desplazarse solo, pero Él sabía lo que tenía que
hacer. Había estado presente en demasiadas conversaciones como para no saberlo.
Encontró la parada del bus y
esperó la línea (cuyo número tantas veces había oído). Cuando llegó y abrió las
puertas con un chirrido metálico, se mezcló entre los que subían. Como era
pequeño incluso para su edad, su tamaño le resultó muy útil. No habría sabido
qué hacer si le hubiesen parado: ni siquiera tenía dinero para pagar el ticket.
Pensó que los pasajeros (que a fin de cuentas no se conocían entre ellos)
supondrían que él iba acompañado por alguna de aquellas personas; pero por si
acaso se sentó junto a una señora de gesto afable que le inspiró confianza.
Nunca se lo confesaría a nadie (ojalá que Jorge nunca se entere) pero en aquel
momento estaba aterrorizado.
Las luces verdes del Hospital
eran la señal que marcaba el final del trayecto. Isaac bajó del bus y contempló
como éste se alejaba. Luego miró la mole de hormigón que se erguía ante él. Un
imponente edificio del que un reguero de personas entraba y salía, como un
gigante que engulle y vomita gente. Nunca había estado allí pero ya odiaba ese
lugar; Odiaba lo que significaba. Y además, una lucha interna se libraba en su
pecho. El corazón le latía como un tambor y el nudo en la garganta amenazaba
con hacerle vomitar; quería saber la verdad y al mismo tiempo ésta le resultaba
terrorífica.
Los primeros pasos fueron como
tener zapatos de plomo, pero luego el andar se convirtió en algo mecánico, como
caminar con las piernas de otro. Cuando preguntó en Información la señora
arqueó una ceja y parloteó bajito con un guardia de seguridad. Le dijo que
esperase allí sentado.
Isaac ocupó uno de aquellos
asientos desgastados. Le colgaban las piernas y estaba muy cansado, pero no le
importaba. Pasaban los minutos y él se impacientaba: solo quería ver a su madre…
Pero quien apareció, corriendo desde la puerta de la calle, fue su padre. Completamente
despeinado, cayó de rodillas y le abrazó con mucha fuerza, hundiendo la cabeza
en su abrigo y rogándole que por favor no volviese a darle un susto así. Isaac
abrazó la cabeza de su padre, sin decir nada.
Cuando volvían en el coche su padre
estaba muy raro, lloraba y se reía solo, y se pasaba la mano por el pelo. Se
preguntó si se habría trastornado por lo que él hizo, escaparse y eso, pero
prefirió no comentar nada porque estaba realmente desconcertado. Le dejó en
casa de Ana, quien no dijo nada pero a veces le miraba y se sonreía.
…Al día siguiente vino su madre a
recogerle al colegio. Traía un bonito pañuelo en la cabeza y la mirada
enmarcada por unas profundas ojeras, pero cuando la vio le pareció que estaba
más guapa que nunca. Corrió hacia ella y cuando la abrazó hundió la nariz en su
cuello, oliéndola. No le importaba si Jorge le veía llorar. De camino a casa su
padre conducía con una sonrisa cansada y su madre le iba explicando todo. La
verdad es que entendió muy poco (algo sobre que el tratamiento estaba empezando
a dar resultado y que se encontraba algo más fuerte).
Le hizo feliz que se lo
explicase.
En realidad, le hizo feliz escucharla.
Para él ella era su heroína.
Para ella, él era la razón de su lucha.