viernes, 2 de febrero de 2018

Razones

Isaac echaba de menos que su madre fuese a buscarle al colegio. Echaba de menos contarle historias camino a casa agarrado de su mano. Pero hacía ya tiempo que su madre no se levantaba, e Isaac tenía miedo. Miedo de causar cualquier cosa que hiciese que empeorase. En su mundo diminuto, imaginaba que la mínima acción podía perjudicar. Tenía pánico a perturbar su sueño… a rozarla con su mano y despertarla. La enfermedad era un monstruo que había invadido la casa, silenciosa y hueca, como si un extraño y desagradable individuo se hubiese instalado a vivir con ellos para hacerles la vida imposible, amargando cada momento.

Su padre llegó en silencio -como acostumbraba-, con el semblante serio y la cabeza gacha. No era necesario hablar.

Cuando llegó a casa, como siempre, se preparó la merienda. No llegaba a los estantes más altos, pero el taburete de la cocina era ya parte de sus piernas. Luego limpió la mesa, se dirigió al pasillo y entró en silencio en la habitación en penumbra. Pensaba contarle en susurros como le había ido en el colegio, aunque mintiese un poquito sobre la pelea con Jorge para no disgustarla. Pero hoy solamente se quedó allí de pie, observando la silueta que se dibujaba sobre la cama y su respiración acompasada. A menudo verla dormir le hacía feliz. Simplemente eso. Luego se sorbió la nariz y salió, cerrando cuidadosamente la puerta.

Al día siguiente nadie fue a buscarle, y empezaba a preocuparse. Uno a uno sus compañeros fueron marchándose de la mano de sus padres y se quedó solo en la gran verja negra. Tras un rato que se le hizo interminable, apareció Ana. Isaac no sabía si Ana era realmente una tía suya o solamente una amiga de la familia; solo que la conocía desde siempre, y que una sonrisa permanente flotaba en su cara. Además solía darle chuches a escondidas de sus padres para evitar que le regañaran. Ana hoy no sonreía. Tenía los ojos rojos y apretaba un pañuelo entre las manos. Por más que Isaac preguntó durante el trayecto a casa de Ana, no obtuvo respuesta. Solo evasivas que además no entendía, con palabras incomprensibles… ¿Por qué nadie le explicaba nada?

Aquella tarde simuló estar viendo la televisión tumbado tranquilamente en el suelo, aunque su oído estaba pendiente de cada movimiento. Y cuando escuchó que Ana se encerró en el dormitorio a hablar por teléfono, cogió el abrigo y la mochila y salió en silencio.

Una gran ciudad no es el mejor lugar para un niño que decide desplazarse solo, pero Él sabía lo que tenía que hacer. Había estado presente en demasiadas conversaciones como para no saberlo.

Encontró la parada del bus y esperó la línea (cuyo número tantas veces había oído). Cuando llegó y abrió las puertas con un chirrido metálico, se mezcló entre los que subían. Como era pequeño incluso para su edad, su tamaño le resultó muy útil. No habría sabido qué hacer si le hubiesen parado: ni siquiera tenía dinero para pagar el ticket. Pensó que los pasajeros (que a fin de cuentas no se conocían entre ellos) supondrían que él iba acompañado por alguna de aquellas personas; pero por si acaso se sentó junto a una señora de gesto afable que le inspiró confianza. Nunca se lo confesaría a nadie (ojalá que Jorge nunca se entere) pero en aquel momento estaba aterrorizado.

Las luces verdes del Hospital eran la señal que marcaba el final del trayecto. Isaac bajó del bus y contempló como éste se alejaba. Luego miró la mole de hormigón que se erguía ante él. Un imponente edificio del que un reguero de personas entraba y salía, como un gigante que engulle y vomita gente. Nunca había estado allí pero ya odiaba ese lugar; Odiaba lo que significaba. Y además, una lucha interna se libraba en su pecho. El corazón le latía como un tambor y el nudo en la garganta amenazaba con hacerle vomitar; quería saber la verdad y al mismo tiempo ésta le resultaba terrorífica.
                  
Los primeros pasos fueron como tener zapatos de plomo, pero luego el andar se convirtió en algo mecánico, como caminar con las piernas de otro. Cuando preguntó en Información la señora arqueó una ceja y parloteó bajito con un guardia de seguridad. Le dijo que esperase allí sentado.

Isaac ocupó uno de aquellos asientos desgastados. Le colgaban las piernas y estaba muy cansado, pero no le importaba. Pasaban los minutos y él se impacientaba: solo quería ver a su madre… Pero quien apareció, corriendo desde la puerta de la calle, fue su padre. Completamente despeinado, cayó de rodillas y le abrazó con mucha fuerza, hundiendo la cabeza en su abrigo y rogándole que por favor no volviese a darle un susto así. Isaac abrazó la cabeza de su padre, sin decir nada.

Cuando volvían en el coche su padre estaba muy raro, lloraba y se reía solo, y se pasaba la mano por el pelo. Se preguntó si se habría trastornado por lo que él hizo, escaparse y eso, pero prefirió no comentar nada porque estaba realmente desconcertado. Le dejó en casa de Ana, quien no dijo nada pero a veces le miraba y se sonreía.

…Al día siguiente vino su madre a recogerle al colegio. Traía un bonito pañuelo en la cabeza y la mirada enmarcada por unas profundas ojeras, pero cuando la vio le pareció que estaba más guapa que nunca. Corrió hacia ella y cuando la abrazó hundió la nariz en su cuello, oliéndola. No le importaba si Jorge le veía llorar. De camino a casa su padre conducía con una sonrisa cansada y su madre le iba explicando todo. La verdad es que entendió muy poco (algo sobre que el tratamiento estaba empezando a dar resultado y que se encontraba algo más fuerte).

Le hizo feliz que se lo explicase. 

En realidad, le hizo feliz escucharla. 

Para él ella era su heroína. Para ella, él era la razón de su lucha.