El orgullo de la gran
Constantinopla, sus defensas, se enfrentan a su homólogo turco, la pólvora. Y son
ultrajadas como el tronco de un árbol que restalla a cada hachazo, desmoronando
sus muros centenarios lentamente. Por eso, cuando oscurece el día y cesa la
artillería, contingentes bizantinos escapan furtivamente al amparo de compatriotas
arqueros y ballesteros (que les guardan las espaldas ojo avizor, oteando con
desconfianza entre el espesor de la noche), para paliar parte de los daños en la
estructura a base de muros improvisados, cascotes y sacos de arena… Cuando el
Sol despunte parte de los daños sufridos el día anterior aparecerán milagrosamente
reparados.
Pero la noche también es campo de batalla para otro tipo de enfrentamiento: la
guerra psicológica. Bajo la luz de la Media Luna en sus campamentos extramuros,
los soldados turcos lanzan cánticos que se clavan en el ánimo del enemigo,
entonando al unísono salmos del Corán en una letanía perturbadora que se eleva
en el silencio de la noche. Saben que en la ciudad les escuchan, y son conscientes
del efecto desmoralizador que poseen sobre un enemigo enjaulado, al borde del
pánico.
Corre el año 1453. Constantinopla se asfixia, y está sola: Occidente no ha
respondido a las llamadas de auxilio. Un puñado de naves venecianas y genovesas, y escueta
ayuda Papal, eso es todo. La ciudad más importante de Europa Oriental y la
segunda urbe más poderosa del mundo ve su ocaso, aplastada por el gigante
otomano. Sentenciada, conoce su destino pero se niega a aceptarlo pues ¿Cómo va a
desaparecer la capital del Imperio; La Joya del Bósforo; La ciudad de Constantino;
La Protectora del Cristianismo?... No cabe duda para los optimistas: un milagro
final pondrá solución al asunto. Disolverá el cerco y volverá cada cosa a su lugar.
La ciudad ha resistido otros asedios. Dios intercederá.
Pero intramuros la mayoría de la población vive desesperada y hambrienta. El
pesimismo es palpable, y La Fe debe responder de la manera que le corresponde:
sembrando esperanza y valentía; todo en un intento de contrarrestar el mensaje
lanzado desde el frente contrario. Es, además de un conflicto armado, una guerra
religiosa: Cristianismo e Islam miden sus fuerzas en un pulso desigual. Cada
mañana Las Iglesias repican campanas sin cesar; los sacerdotes bendicen a los
viandantes; Santos y Santas son sacados en procesión por las calles y los devotos
se arrodillan ante ellos, con los brazos abiertos y mirando al cielo, buscando una
respuesta a la desgracia que ha caído sobre la ciudad como un manto negro; los
rezos se repiten y las reliquias son paseadas entre los fieles, consideradas un
bálsamo capaz de obrar los milagros que se les atribuyen.
En el frente turco la determinación es plena: el resolutivo Sultán Mehmet II ha
canalizado todos los recursos de su patria a éste fin. Está decidido a someter la
opulenta ciudad, y no tolerará alternativa a la rendición. Las negociaciones con el
Emperador Constantino XI fracasaron, pues éste concluyó que preferiría luchar él
mismo hasta su último aliento antes que entregar la ciudad. Sin embargo el pueblo
bizantino está fragmentado: la expectación por el transcurso de los acontecimientos
ha dividido las facciones y aparecen partidarios de la rendición pacífica y sin
condiciones. Prima la supervivencia. Pero doblegarse no es precisamente la
prioridad del Emperador. Constantino XI optará por una despedida gloriosa y
morir matando; una defensa a ultranza…un suicidio. Él mismo decide tomar el
mando de las tropas y dispone las defensas a lo largo de las murallas, encargándose
personalmente de la organización de la resistencia. Prefieren morir como
constantinopolitano que vivir como vasallo turco. Una temeridad en opinión del
Sultán Mehmet II, quien le había ofrecido un buen retiro a cambio de la sumisión.
Porque por cada soldado bizantino defendiendo hay diez soldados turcos atacando.
Y además el otomano tiene un as en la manga.
Los turcos arrastran con dificultad entre el barro del campamento un cañón como
no se vio igual: La potente Bombarda. Un cañón de tamaño colosal y fundido
expresamente para éste asedio, lo suficientemente grande como para que un hombre entre a gatas por la boca del cañón y capaz de disparar bolas de media tonelada. Un monstruo metálico de ocho metros de largo . El arma es transportada trabajosamente hasta
encontrarse a una distancia óptima de disparo. Los otomanos hacen sitio a su joya
logística y la colocan con cautela. Constantinopla siempre estuvo orgullosa de sus
murallas ciclópeas, presumiendo de su inexpugnabilidad. Pero son centenarias,
están viejas y cansadas, y nada ni nadie las había preparado para un ataque
masivo de artillería moderna. No resistirán en pie mucho más.
El Emperador Constantino XI, lejos de permanecer a buen recaudo en la seguridad
de palacio o mantener abierta una posible vía de escape por mar, se ha desplazado
a la primera línea de defensa y allí arenga a sus soldados, felicita a arqueros y
ballesteros, se codea con ellos para insuflarles valor. Las fuerzas flaquean pero la
moral es el músculo más fuerte de un soldado. Constantino entiende que en esos
momentos críticos cada efectivo bizantino defendiendo la muralla es tan importante
como él mismo.
Un atronador rugido rasga el aire: La Bombarda entra en acción. Concentrados en
un punto de la muralla, los insuficientes arqueros han dejado desprotegida una
sección del perímetro, y una puerta y parte del muro salta por los aires: una
brecha. Los turcos gritan de júbilo y un contingente se prepara para el avance y
entrar, ante el pánico bizantino que contempla horrorizado la acción. La defensa de
la ciudad intenta a la desesperada reparar parte del daño causado, pero no hay
efectivos suficientes. Las voces se mezclan en mitad del polvo, reina la confusión en
un aire espeso que huele a humo, sudor y sangre. Se suman lenguas ininteligibles,
en una carrera desenfrenada en mitad de un caos en el que, súbitamente,
asaltantes y asaltados están cara a cara.
No hay tiempo para plantear una contraofensiva organizada…ni siquiera para
Constantino, que dirige en persona la última defensa gritando, intentando hacerse
oír por encima del tumulto. Ya no hay vuelta atrás: el terror ha penetrado en la
ciudad y se expande como una onda. Los gritos anuncian que el enemigo turco ya
está dentro, pisan sus calles, revientan sus puertas. Mujeres y niños huyen
escapando de la oleada infecta que le pisa los talones, una plaga que avanza
engullendo lo que encuentra a su paso. Los más afortunados consiguen llegar a los
muelles con lo que pueden cargar de valor y escapar en alguna de las escasas naves
disponibles. La mayoría cae en manos del enemigo y es víctima de los peores
terrores que el ser humano es capaz de infligir.
El saqueo en la ciudad duró (por orden expresa de Mehmet II) tres días: era lo
prometido a su ejército; la recompensa al esfuerzo; la manera de calmar la sed de
violencia que daría lugar a ejecuciones, violaciones, robos y saqueos en cada casa,
calle y plaza. Cumplía así también el Sultán su amenaza de expoliar la ciudad ante
la negativa de rendición. El Soberano Otomano entraría solemnemente en Santa
Sofía, Catedral de Constantinopla, retirando los iconos cristianos y entonando la
primera oración islámica en el templo: el traspaso ideológico tras la toma militar.
Por fin el Imperio Turco Otomano tenía la capital que merecía, y por ello sería
rebautizada: Estambul.
¿Y qué fue del Último Emperador, Constantino XI Paleólogo Dragases? Tras
identificar a los caídos se encontró su cadáver bajo una pila de cuerpos. Fue
reconocido por las botas púrpura, color reservado a la realeza. Mezclado con el resto
de defensores mostraba después de muerto su determinación, haciendo ver el valor
de su palabra. Cayó como uno más, sin distinción, recordándonos que “la muerte es
juez severo, y solo tiene un rasero”.
No tardarían en correr leyendas sobre su personaje. Hubo quien aseguró que aquel
no era en absoluto el cuerpo del emperador y que éste, en un último momento de
confusión, cambió su ropa e insignias identificativas por las ropas de algún soldado
caído. Incluso quien juraba haberle visto cruzando la ciudad furtivamente hacia los
muelles, mientras la muralla caía… historias vacías. Su cadáver fue decapitado y
su cabeza considerada un trofeo turco.
Con el tiempo Estambul volvería a ser un referente cultural y artístico, como antes lo
fue su predecesora, recuperando el esplendor que la ciudad poseía por sí misma,
independientemente del Imperio que ostentase su titularidad. Misma ciudad,
diferente nombre, asistió impasible al traspaso de poder que irrevocablemente se
impone cuando dos imperios chocan frontalmente, y la determinación final se
resume en el carácter de sus gobernantes. Personajes con carisma y carácter, son
capaces de transmitir el convencimiento de que su causa es la justa y debe ser
defendida con la vida… Aunque, evidentemente, la victoria está reservada solo al
mejor.